Cuando Pau encontró el cadáver de su madre
eran más o menos las seis de la tarde. Siempre se perdía un rato con sus amigos
por el parque de L’Escorxador después del instituto. Él fue quien halló el
cadáver, el primero que la vio muerta. Se la veía relajada, con uno de sus viejos
chándales de estar por casa, estirada en el sofá de tres plazas que justo
habían comprado para Navidad y que a ella le gustaba tanto pues cabía toda, sin
tener que dejar colgando sus pies.
Estaba allí, bella como siempre, con una tenue sonrisa en los labios, los párpados
suavemente cerrados, la
mano derecha sobre el pecho y la izquierda encima. En el suelo estaba
Perla, la perra fiel que nunca se separaba de ella, una labradora negra que su madre
había adoptado. En la mesa de centro yacían una botella de ginebra medio llena y
numerosos blísteres vacíos de tranquilizantes y antidepresivos, medicamentos
que su madre tomaba a diario por prescripción médica desde hacía tiempo. Pau,
un adolescente muy maduro para su edad, se hincó de rodillas frente a su madre;
le tocó la frente, le tomó el pulso y se apartó de ella para luego abrazarla
con todo su cuerpo y amor mientras entre sollozos susurraba una pregunta: “¿por
qué, madre, por qué?” El joven
estuvo llorando unos minutos,
hasta que Perla empezó a aullar. Entonces se incorporó decidido para ir a
buscar a un vecino. Llamaría a la puerta de su “amigo” del sexto, el señor
Óscar, un anciano encantador, profesor de matemáticas jubilado, que siempre le
preguntaba por sus estudios y planes y le hablaba de tú a tú, a pesar de que
Pau solo tenía trece años.
A los vecinos del rellano y a los de arriba y abajo, no quería ni verlos; no
los tragaba desde hacía mucho. El señor Óscar seguro que sabría qué hacer, si
llamar a una ambulancia, a la policía o a su padre. Mejor no, a su padre ni
llamarlo, pensó Pau; ya se lo encontraría cuando regresara de su maldita ronda.
Cuando el hijo volvió a bajar a su casa,
acompañado de Óscar, comprobó que su madre no se había movido ni un ápice. Por
unos momentos había caído en la tentadora ilusión de creer que no estaba
muerta. Sin embargo, ahí seguía, muerta y sonriendo. Y la perra, llorando y aullando.
Luego llegaron las ambulancias, la policía, algunos vecinos. Pau se preguntó enrabiado dónde se habían metido los
vecinos cuando había broncas en casa, por qué nadie había llamado nunca a la
puerta para ver qué pasaba. Porque estaba claro que aquellos gritos, aquellos
golpes, aquellos llantos casi diarios tenían que oírse. Por último llegó el padre, a quien alguien debió llamar, pensó
Pau, él no.
−Pau! Pau! Fill meu!! Pobre fill meu! Però com ha pogut
fer-nos això? Estava boja, fill, no sabia el que es feia. Ai, Sara, Sara meva! Quin
disgust ens has donat, Sara! Qui ho havia de dir! Quina desgràcia! Vine aquí, abraça’m! Ai,
Deu meu, ai, quina desgràcia!–
Y el padre lo abrazó unos
instantes para luego apartarlo de él. –Passa, passa, ves
a la teva habitació. I tu, fuig mala bèstia! Bèstia negra! Fora de la meva
vista, fuig! Que ets la pesta! Fuig!– Esto se lo decía a la pobre perra, a la par que hacía
aspavientos con los brazos y levantaba un pie como para arrearle una coz. Perla
pasó literalmente reptando, con el rabo entre las piernas detrás de Pau, hacia
el dormitorio de este.
Habían pasado unos seis años desde que todo
aquello había empezado. Todo el mundo intuía que aquel matrimonio no funcionaba
y que Sara lo estaba pasando mal. Algunos sospechaban que hubiera algo peor aunque
no quisieran creerlo, aunque evitaran verlo. Compadecían a Sara en los Jardines
de Montserrat, el pequeño parque adonde llevaba a su perra a pasear y donde se
distraía charlando con sus amigas perrunas, como ella las llamaba y a las que
su marido tanto odiaba pues decía que le comían la cabeza. A veces ojerosa y
llorosa no podía evitar hacer algún comentario sobre su marido y quejarse con
aquellas mujeres. Temían por ella sus compañeras de trabajo en el Hospital
Clínico, donde ella trabajaba como enfermera, y donde ella solicitó información
sobre los programas de desintoxicación para alcohólicos. Se hablaba mucho de
Sara y de su marido en el
edificio de la calle París, donde ella vivía. Las peleas a la hora de la cena y
después de cenar iban en aumento con los años. Pero ningún vecino dijo nunca
nada.
Y por supuesto, se preocupaba la familia de Sara. La sosegaban cuando esta decía
que estaba hasta las narices y que un día acabaría por pedir el divorcio porque
no aguantaba más. La familia intentaba hacerle entrar en razón. Que si es muy
buen hombre, decía su madre, que no te falta de nada y encima te ayuda en casa. No te quejes, que todos tenemos nuestras
cosas y, sí, él tiene ese
pronto pero qué le vamos a hacer.
Quiérelo más, decía su madre. Que si estás
hecha una feminista, le decía su padre. ¿Acaso no te deja hacer lo que te da la
gana? Que si tener un perro, que si salir con tus amigas, que si seguir estudiando
cuando ya tienes una carrera y un trabajo y tu casa.
Pau creció en aquel ambiente enrarecido
cargado de odio y miedo. Al principio no
entendía, luego ya sí. Temía la llegada de su padre a casa y llegó a aborrecer
la hora de cenar tanto como su madre. Cenaba rápido y se iba corriendo a su
habitación con la excusa de los deberes. Allí se ponía los cascos y subía el volumen tanto como sus
oídos se lo permitían. Los fines de semana se los pasaba en el grupo de jóvenes
Esplai Oriols y, no se perdía ni una de las excursiones del grupo. Pau presentía
que aquello no era normal, que no era cómo decían sus abuelos, que estos se
equivocaban. Con los años tuvo claro que su padre era un machista de mucho
cuidado, además de alcohólico, y que, aunque con él fuera un buenazo, con su
madre se portaba mal. El chaval estaba convencido de que ella acabaría pidiendo
el divorcio y aunque no creía, le pedía al Dios de su abuela que su madre tomará
una decisión y se divorciara. Y así habían
ido pasando los años desde que su padre dio el primer puñetazo en la mesa o tiró
el mando de la tele contra la cómoda del comedor, porque nunca recordaba bien
qué había sido primero, y
así mismo contestó cuando se lo preguntó la policía, que él no se acordaba bien
de cuándo ni cómo había empezado todo. Lo último, eso sí, el último incidente,
sí que lo recordaba bien y así se lo hizo saber a la mosso d’escuadra que entró
en su cuarto cuando esta le preguntó si sus padres se llevaban bien o no y si se
peleaban. Hacía tres días, después de cenar, su padre había roto la pantalla de
la tele de un puñetazo.
−Pepa, ven a la
cocina –un compañero reclamó a la mossa.
−Espérame aquí ¿vale? ¡Qué perra más guapa tienes! dijo
la mossa al chaval, señalando a Perla.
−No es mía. Es de
mi madre, corrigió Pau
asertivamente.
En la cocina Pepa se encontró a su compañero
señalando la puerta de la nevera. En ella lucía un texto escrito en rotulador
negro, sin faltas y sin pausas:
silencio cállate no
me provoques cállate no me contradigas que se te va la fuerza por la boca coño silencio
en casa de mis padres ni te atrevas a decir nada de eso deja de quejarte bruja
silencio no me provoques vete vete a contarle todo a esas del parque que tienes
la boca más grande que el coño de una puta cállate que a los vecinos no les
importa eso ahora llora llorona que no sabes hacer otra cosa que llorar que
eres una inútil silencio para esto mejor me quedaba en el bar que me
tienes hasta los cojones que contigo no se puede ni hablar inútil que me pones
de los nervios todo el día llorando cuando no quejándote y cuando no gritando
histérica que eres una histérica que no sé cómo sigo contigo anda tómate la
pastillita ya y calla muérete y déjame en paz
Cuando Pau abrió la puerta de la cocina, lo
primero de lo que se percató fue del rotulador que estaba en suelo, uno de los
suyos, de los de graffiti,
que escondía de sus padres. Se agachó rápidamente a cogerlo. Al incorporarse y
levantar la vista reconoció la letra de su madre en la nevera. Erguido y con
los ojos bien abiertos, extendió la mano derecha. Los dedos agarraban fuerte un
papelito que Pau acababa de encontrarse debajo de su almohada y que con la
misma caligrafía, sin faltas,
pero aquí con pausas afirmaba: “Te quiero hijo, perdóname. Te quiero, hasta
siempre”.
(Segon Premi Concurs de Relat de L'Esquerra de L'Eixample. 2015)