La mayoría de los pasajeros
permanecen sentados. Algunos dan muestra
de su nerviosismo; otros lo logran contener. Algunos están compungidos por lo
ocurrido. Una mujer muy cabreada suelta un improperio y hasta una frase de
protesta desnuda de humanidad –“¡mira que escoger esta hora para tirarse!”. No le digo nada, porque no quiero pelearme. Segundos después se me escapa una lágrima.
Nos han obligado a bajar y son
las nueve de la mañana cuando el tren se pone de nuevo en marcha, una hora
después. Yo he sido de los que he decidido quedarme en la estación. Otros se
han bajado y han subido a los autobuses
que la compañía ha ofrecido o han vuelto al punto de origen o… no sé.
Son las nueve de la mañana,
de una fría mañana de enero y pienso, ya en el tren, que es
sorprendente cómo la vida sigue a pesar de todo, contra mi deseo y la voluntad de
muchos. Contra la voluntad de este hombre que ha tenido el coraje de tirarse a
las vías. Porque la vida se abre paso, continua.
El tren sigue su camino, a
pesar de todo, como la vida. Esta vida que se empeña en que yo viva. De nada me
sirve lamentarme; de nada la enfermedad; nunca me muero, siempre la sobrevivo. De nada sirvieron
mis fantasías mortales, que quedaron sólo en eso, fantasías. La vida me habita, como a una
planta seca que contra todo pronóstico volverá a florecer esta
primavera.
Estoy a punto de llegar a mi destino y me pongo a contemplar el paisaje. A pesar del frío, por la ventana se puede contemplar un sol rotundo. Decido vivir.
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